La casa del hombre es un texto de Le
Corbusier que trata distintos temas del habitar organizados en siete capítulos:
La hora de construir, ¿Para quién hay que construir?, ¿Cómo construir?, El Maestro
de Obras, ¿Para qué época hay que construir?, Los Constructores y el Ordenador.
En esta publicación, les presentamos un extracto del capítulo III ¿Cómo
construir? donde se hace una reflexión sobre la manera de diseñar la casa o el
albergue en la modernidad. Es curioso que, durante su lectura, está presente la
idea de que es un texto escrito hace unos 40 años en Francia y, sin embargo, trata
unas necesidades que hoy siguen presentes en la sociedad colombiana y unas
soluciones que siguen siendo pertinentes cuando pensamos en el diseño de la
vivienda colectiva.
Texto: Le Corbusier
Ilustración: David Cadavid
Tiempo estimado de lectura: 15 minutos
Tiempo estimado de lectura: 15 minutos
Las cuatro funciones de la "propiedad
edificada"
Trabajo, esparcimiento, reposo: he aquí el orden de
sucesión de los acontecimientos durante la jornada humana.
Morar, trabajar, cultivarse (cultivar el cuerpo y
el espíritu): he aquí una segunda sucesión que traduce un orden más profundo,
un orden de finalidad, un orden funcional es decir, el orden que se propondrá
al arquitecto cuando decida concebir de nuevo la ciudad y el hábitat rural, a fin
de crearlos, idealmente o de hecho. Hay una cuarta función que se encuentra
virtualmente incluida en las tres que acabamos de nombrar; se trata de la
circulación: circulación de hombres, transporte de materias y de mercancías
Para una exposición, incluso a vista de pájaro, de un nuevo arte de construir,
es conveniente designarla por su nombre e introducirla en su lugar lógico,
entre la vivienda ya trabajo. Entonces la sucesión anterior se transforma en la
siguiente: morar, circular, trabajar,
cultivarse. Cada una de las partes de la propiedad edificada de Francia
grandes ciudades, aglomeraciones de todas dimensiones y naturalezas, campo-
deberá verse primero en el orden analítico y después sintético, bajo el
cuádruple aspecto de estas cuatro funciones esenciales.
En la práctica será oportuno comenzar por el caso
de la gran ciudad, que plantea desde el primer momento el problema en toda su
amplitud y en toda su complejidad. Las soluciones que demuestren su adecuación
a la gran ciudad podrán adaptarse generalmente a los demás casos, teniendo en
cuenta las condiciones particulares de cada uno; como mínimo servirán de guía
procediendo a pequeños pasos. Después de lo cual entran en juego las
consideraciones de geografía, historia, costumbres y usos regionales, que
pasarán a ramificar los temas sometidos a consideración, acomodándolos a las
mil inflexiones diversificadas de la tradición y de la sensibilidad francesa,
partiendo de las orillas del mar y remontando los valles para llegar hasta las
marcas y las cadenas fronterizas y también hasta el viejo techo celta: la
Meseta Central.
El principio de un hábitat correcto es y no puede
ser más que el siguiente: pretender la
creación de "terrenos" humanos sanos, resistentes e inmunizados por
naturaleza. (...)
Un terreno conforme con la casa
¡Conformidad del terreno con el objetivo que se
persigue! Se planteaba este mismo problema al constructor de la catedral tan
pronto como se había fijado esta elección primordial: la amplitud de la nave, a
la que debían subordinarse el trazado y el plan de esta nave y todas las opciones
de detalle. Ahora bien, como entonces no existía el mortero ni los hierros de
unión, el asentamiento del edificio era cuestión sobre todo de estática y de
talla de la piedra. En consecuencia, se trataba de un asentamiento importante,
que únicamente puede realizar y vestir dignamente el mejor arte, pero
asentamiento necesario al fin, para que los muros de carga y los contrafuertes
o -para tomar en préstamo a la construcción naval unos términos sugeridos por
la idea de nave-, para que las obras muertas forzasen las obras vivas a
levantarse eternamente en el cielo. Por consiguiente, a partir de entonces no existiría
la menor posibilidad de una componenda con las repulsas ni con las posibles
pretensiones de un vecindario, por muy poderoso que fuese. No habría ningún
interés, ya fuerza general o particular, que tuviera posibilidad de prevalecer
contra el imperativo de una decisión ni con las consecuencias de una decisión,
tomada al servicio de Dios.
No es otro el servicio al hombre, para aquél que
haya entendido el sentido de las palabras de la Tradición. Ahora bien, hoy en
día, la conformidad del terreno con la casa no es ya una cuestión de asiento ni
de contexto inmediato, puesto que el diseño de las fuerzas no desborda como en
otros tiempos del plan vertical, desde el momento en que intervino el hierro y
permitió establecer vínculos indeformables entre esas tres piezas maestras de la
construcción: los cimientos, los puntales y la plataforma principal, la
plataforma del primer piso, a partir de la cual la estructura se verá
desmultiplicada en la proporción de las cargas restantes. Actualmente la
conformidad del terreno con el edificio ha pasado a convertirse en una cuestión
de biología pura: interesa al
bienestar de los habitantes cuando reposan en sus hogares o cuando descansan
entregados a sus ocupaciones, e interesa también a la comodidad de la
circulación; y todavía interesa más al desarrollo alrededor de la casa de todo
tipo de instalaciones indispensables para los cuidados de la infancia, para los
juegos de la primera edad, para los deportes y ejercicios de los adolescentes,
así como para los esparcimientos, activos aún, de la madurez y del primer
declive de la vida.
Las prolongaciones del albergue
Estas instalaciones constituyen lo que podrían llamarse las prolongaciones necesarias del
albergue. El porvenir de la raza depende de ellas, como mínimo en igual
grado que del propio albergue, del que son lógicamente inseparables y del que
no habrá que desvincularlas en el futuro. Debido a la ausencia de albergues
correctos, en primer lugar, pero debido también a la falta de una red
suficientemente densa y dotada de los medios modernos que suponen instituciones
como dispensarios para consultas prenatales, guarderías, residencias
maternales, parvularios, se pudo decir que, en la gran ciudad moderna, no había
sitio para el niño. Hoy deberá encontrarlo, y lo más espacioso posible.
Las diferentes instalaciones que acaban de enumerarse,
cada una utilizable para una estación de la vida, constituyen el marco material
del equipo de salud de la ciudad. Cualquiera
de estas organizaciones exige, para ser viable, un número de usuarios
comprendido entre dos cifras extremas. La consideración de dichas cifras
proporcionará al constructor los datos más preciosos para orientarlo en la
elección de la capacidad previsible para su inmueble o bien, a falta de
posibilidad de un inmueble único, de un grupo de inmuebles de un solo ocupante.
La calle interior
Pero volvamos por un momento, siguiendo a nuestro arquitecto,
al interior de su casa. Este interior se presentaba, en el curso del trabajo,
como una superposición de superficies rectangulares separadas entre sí por dos
alturas de techo. Superficies muy alargadas, cuya profundidad está limitada a
los 9 metros, por ejemplo, a fin de que los rayos solares puedan llegar hasta
el fondo de las habitaciones, pero que ninguna razón de orden constructivo limita
teóricamente en el sentido de la longitud. La pared exterior está hecha de
paneles de vidrio. En cuanto a la pared del fondo, forma el borde de una
especie de calle interior, análoga a la calle de ciertas poblaciones dispuestas
en el sentido de la longitud, donde alternan toda suerte de gentes que difieren
entre sí en cuanto a clase y a situación: familias numerosas, solteros,
profesores, obreros de fábrica, artistas, etc..., formación que no deja de ofrecer
ciertas ventajas sociales, debido a la aproximación de medios que no solían
reunirse y a la inteligencia recíproca que de ello puede resultar.
Para responder justamente a la diversidad de
aplicaciones de una sucesión lineal de cubos de aire, el arquitecto deberá
apelar a lo mejor de su talento y a su sentido más exquisito de la vida
personal y de la vida familiar. Gracias al cielo, hoy no se encuentra ante la
necesidad de esta identidad de apartamentos en los diferentes pisos, ni ante la
tristeza de estas cuatro puertas que se abren a un rellano cuadrado, a la
"carrée"-como solía llamársele- ambas cosas tributo de la antigua
técnica del muro de sostén.
Una vivienda para cada uno
En la hora presente le están permitidos todos los
recortes dentro del espacio general de que dispone, así como todas las compartimentaciones
interiores, tanto en el sentido de la altura como de la horizontal, siempre que
se mantenga fiel a las reglas -harto severas- del juego de los módulos y de los
estándares, de las que derivarán la mayor parte de los elementos que va a poner
en juego. Es posible que los módulos y estándares le hagan la vida bastante
difícil durante la época en que juegue su partida pero, una vez acabada, se
verá recompensado con el éxito, tanto más completo cuanto mejor haya respondido
a esta fórmula admirable, inventada para describir ciertas ordenanzas
arquitectónicas del Gran Siglo: unidad en
el detalle, tumulto en el conjunto...
El miedo al piso octavo
Subsiste una dificultad que no deja de ser seria,
si bien es de orden más bien supersticioso que afectivo o razonable: de
ordinario el francés no siente más repugnancia que el chino a la vecindad más
próxima y molesta, siempre que se produzca en el plano horizontal; sometido al azar
de pasmosas parcelaciones, se le ha visto dejarse comprimir sin decir esta boca
es mía en garitas sembradas al tresbolillo o en apretadas cuadrículas de
madrigueras de conejo o bien -más a gusto- en ciudades-jardín cuyo aspecto un
tanto halagador no deja de enmascarar las mismas engañosas realidades. A pesar
de ello, se niega obstinadamente a aceptar la idea de habitáculos superpuestos
cuando superan el séptimo piso.
¿Por qué representa este número siete para el
francés el nivel fatídico de separación entre una morada donde se mora y una especie de abrigo transitorio
y temible, cual si fuera algo así como un dirigible destinado a un viaje transatlántico
o a una travesía interestelar? Las reglamentaciones edilicias, al oficializar
este curioso punto de vista, han acabado consolidándose en los cerebros. Sin
embargo, ¿dónde está el espíritu de aventura de los descendientes de los
conquistadores del Canadá, de la India y de Terranova?
¿Acaso se puede pretender seriamente que, subir
siete pisos a pie varias veces al día, a menudo con una cesta en la mano, un
niño en brazos o un fardo en las espaldas, no exige -cuando menos de parte de
un sexo y de las dos edades extremas del otro- un esfuerzo agotador para el corazón?
La verdad es la siguiente: por encima de los tres pisos, la circulación
vertical mediante el juego de los músculos constituye una barbarie, una de las
barbaries de nuestra "civilización", si así puede llamársela. Por
encima del tercer piso se impone el uso del ascensor: de este instrumento -todo
hay que decirlo- tan mal aclimatado en nuestro país, que solo se precia de sus
caminos horizontales y de sus trayectos a tumba abierta, y que no cuenta con
nada que pueda rivalizar con él en cuanto a lentitud, afición al capricho y
cabezonería en la desobediencia, a no ser el porfiado asno.
La circulación vertical
Tampoco en este caso la solución estriba en
repudiar la máquina, sino en dominarla. El medio es muy sencillo y demostrará
ser tanto más económico cuanto más abundantemente se construya en el sentido de
la altura: consiste en reemplazar el ascensor por una batería de ascensores y de montacargas, manejada por profesionales.
Con lo que será posible comprobar, no sin placer por nuestra parte, así que la
gran industria haya concentrado su atención en este punto neurálgico de la
vivienda, que como por un milagro el ascensor ha perdido todos sus antiguos y
resabiados humores.
Gracias a la experiencia, se esfumará este
"fantasma" -el miedo irreflexivo de vivir en las alturas- cual hielo fundiéndose
al sol en el espíritu de los usuarios, y más particularmente de los jóvenes, en
los que exaltará por el contrario la sensación de dominar los espacios.
De aceptar estas cosas, ¿hasta dónde es razonable
llegar en la altura a la construcción de inmuebles destinados a vivienda? Una
ceñida discusión en torno a los elementos que integran la cuestión, discusión
confirmada por la experiencia, ha llevado a los urbanistas de diversos países, especialmente
de América, Holanda y Alemania, a poner el tope en la cifra de cincuenta
metros. Por encima de ella, unas sujeciones crecientes y de diversos órdenes -psicológicas,
constructivas o económicas- convertirían en poco más o menos ilusorio el
interés en una mayor altura.
Cincuenta metros: es la altura que tienen las
riberas en el valle medio de un río de meandros; también es la regla de
establecimiento de numerosas fundaciones monásticas que atravesaron los siglos,
regla que debe ser válida igualmente para esta época, puesto que invita
nuevamente a los hombres a pensar antes de actuar.
El jardín-terraza
El piso superior de nuestro inmueble posee unas
instalaciones que se caracterizan por una apariencia un tanto monástica, puesto
que se consagra por una parte al servicio-salud de la comunidad y, por la otra,
a la cultura física de invierno. Cuando llegue el buen tiempo, esta cultura
física se traslada al jardín-terraza que corona la casa, jardín inundado de luz
y de agua a presión. Fácilmente se imagina la acción benefactora de un poco de mantillo
húmedo, alimentando césped y flores, por encima de la sequedad de una sólida
losa de hormigón. No hay que temer dilatación alguna en esta plataforma, la más
expuesta de todas a las variaciones de la temperatura, ¡y qué frescor supone
para aquellos pisos que recubre!
Si la altura normal del inmueble destinado a
vivienda de la gran ciudad del mañana depende así de razones intrínsecas, la
elección de su dimensión longitudinal vendrá determinada por los factores de
circulación exterior. La siguiente progresión aportó a Le Corbusier una
solución que sus más diversos cálculos demostraron excelente: cien metros para
la calle interior, doscientos metros para la distancia de puerta de casa a
puerta de casa, cuatrocientos metros para el lado del eslabón del tejido
rectangular de autopistas que estarán al servicio del barrio de viviendas. Ante
cada una de las entradas de inmueble habrá una plataforma, coronando dos o más
pisos de garajes; este conjunto constituirá una especie de puerto de
automóviles, algo así como un "aeropuerto".
Disposiciones de un barrio de viviendas
En cuanto al desarrollo en el plano de un barrio de
viviendas, podrá adoptar diversas formas, unas continuas y otras discontinuas.
Es un buen ejemplo de las primeras un trazado en redientes, formado de esta
manera: un inmueble de doble exposición, este y oeste, seguido en ángulo recto
por un inmueble de exposición simple cara al sur y así sucesivamente.
Henos aquí en el punto de articulación de la morada
y de la calle. ¿Qué es la calle?
En otros tiempos fue lo que sigue siendo en ciertas
ciudades, como Fez en Marruecos, donde subsiste todavía materialmente la vida
de la Edad Media, con un lecho formado por una corriente de peatones y monturas
que se desvían, como las espinas de un pez, por las calles del barrio. Estas
desembocan en las calles principales, que a menudo adoptan los rasgos grabados
en el suelo por la geografía según un imperioso diseño, acondicionado por sus
habitantes para atraer la vida hasta el corazón de su ciudad.
El conflicto "coche-peatón"
Así que hizo aparición la carroza en la gran ciudad
francesa, al final de los Valois, comenzaron estos atascos de coches cuya
imagen los buenos poetas, mojando la pluma en la tinta de la sátira, supieron
presentar a las sucesivas generaciones. Pero, lamentablemente, al iniciar se
este siglo y surgir el primer vehículo de motor, precursor de esta horda de
automóviles y de camiones que desencadenarían sus velocidades y fulminantes
aceleraciones entre la turba de peatones y ciclistas, la lección había caído en
el olvido. Estos se vieron transformados de pronto en animales acosados o bien
en aguerridos soldados ante las amenazas de los proyectiles, a los que la experiencia
hubiera dotado de un sexto sentido. En el mismo centro de la ciudad, en la
encrucijada de sus vías cardinales, con sus orillas consteladas por las glorias
arquitectónicas del pasado, fue donde alcanzó su más salvaje intensidad el
conflicto "coche-peatón".
¿Qué solución dar a este grotesco conflicto,
siempre que no sea homicida, soportado plácidamente por el país durante los
veinte años comprendidos entre las dos guerras, sin ni siquiera la reacción de
las plumas vengan vas? La única solución humana y definitiva a un tiempo: separar
al peatón del automóvil, declarando que no
circulen a un mismo nivel, dejando reservado el suelo al uso exclusivo del
peatón. Este suelo, liberado hasta tal punto por la nueva construcción en
altura, que las nueve décimas partes de su superficie quedan disponibles para árboles
y plantas, para juegos y paseo. El hombre se pasea sin prisas, sin este temor
difuso a la colisión y al accidente, señor de sus pensamientos o juguete de sus
ensueños, como sigue haciéndolo todavía en provincias, bajo los olmos de los
paseos. Y la décima parte restante, aquélla sobre la cual se levanta la casa,
no opone ya ningún obstáculo a la marcha del peatón, puesto que el inmueble se encuentra construido sobre pilotes, sobre
unos pilotes tan discretos que, juntos, no ocupan más que el dos por ciento del
terreno de los cimientos.
El pilote
La construcción sobre pilotes constituye la gran
reforma liberadora por la que han venido suspirando todas las grandes épocas de
la arquitectura sin conseguir nunca alcanzarla por no poseer el medio técnico.
Peristilos, patios, arcadas del claustro, se manifiesta por doquier la necesidad
de un suelo libre que penetre al máximo bajo el abrigo de la casa. ¡Qué reducto
se ofrece ahora a los juegos de los niños, cuando llueve o cuando el sol de verano
alcanza su cenit!
Pero si el automóvil encuentra vedado el terreno de
los barrios de viviendas, ¿por dónde circulara? A cinco metros de altura, por
una red de autopistas en pasarela que
lleven sus derivaciones hasta las puertas de las casas y sus "autopuertos".
La proyección de estas vías en el terreno no pertenece excepcionalmente al
peatón, sino a los pesos pesados y al tranvía, mientras que la circulación a
pie por debajo de estas vías se efectúa a través de amplios valles cubiertos en
su cuarta parte, por cuyos accesos en suave pendiente y taludes ampliados
penetra el día, eliminando la penosa sensación de entrar en un subterráneo.
Si uno quiere imaginar el reposo del espíritu, la
libertad, la introducción al goce que comporta la separación efectuada entre
paseante y vehículos, no debe sino record dar los maravillosos vagabundeos a
que invita Venecia, donde esta separación está encarnada a dos niveles, en sus viejas
losas de piedra y en el agua dormida de sus canales y de su laguna.
¿Dónde
ampliar esta lectura?
Le Corbusier (1979). La casa del hombre. Barcelona:
Poseidón.
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