Dibujo: Casa de la madre de Le Corbusier en Vevey, Álvaro Siza, 1981.
Texto: Álvaro Siza
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Nunca he
sido capaz de construir una casa, una auténtica casa. No me refiero a proyectar
y construir casas, cosa menor que todavía consigo hacer, no sé si
acertadamente.
La idea
que tengo de una casa es la de una máquina complicada, en la que cada día se
avería alguna cosa: bombilla, grifo, desagüe, cerradura, bisagra, enchufe, y
luego el termo, estufa, frigorífico, televisión o vídeo; y la lavadora, o los
fusibles, los muelles de las cortinas, la cerradura de seguridad. Los cajones
se atascan, se rompen las alfombras y la tapicería del sofá del salón. Todas
las camisas, calcetines, sábanas, pañuelos, servilletas y manteles, paños de
cocina, yacen rotos junto a la tabla de planchar, cuya tela de protección
presenta un aspecto lamentable. Igualmente, hay goteras en el techo (se averían
las tuberías del vecino, o se rompe una teja, o se despega la tela). Y los
canalones están llenos de hojas secas, las albardillas sueltas o podridas.
Cuando hay jardín, el césped crece amenazadoramente, todo el tiempo del mundo
es insuficiente para dominar la ira de la naturaleza; pétalos caídos y legiones
de hormigas invaden los umbrales de las puertas, hay siempre cadáveres de
pájaros, de ratones y de gatos. El cloro de la piscina se agota, se avería la
depuradora; ningún aspirador restituye la transparencia de las aguas o absorbe
las patas de los insectos, finas como pelos. El granito de las losas o de los
caminos se cubre de un peligrosísimo lodo, el barniz se oscurece, las capas de
pintura se desprenden y dejan al descubierto los nudos de una madera sin
protección. Cualquier dedo de anciano puede agujerear las carpinterías, los
cristales están rotos, se ha caído la masilla, la silicona se desprende de las
superficies, hay moho en los armarios y en los cajones, las cucarachas resisten
a los insecticidas. Siempre se acaba el aceite cuando buscamos la lata
necesaria, las juntas de madera se despegan, se desprenden los azulejos,
primero uno, luego la pared entera.
¡Y si
sólo fuera eso!
Vivir en
una casa, en una casa auténtica, es oficio a jornada completa. El dueño de la
casa es al mismo tiempo bombero de guardia (las casas arden con frecuencia, o
se inundan, o el gas se escapa sin ruido, y generalmente explota); es un
enfermero (¿Nunca se han clavado astillas de madera del pasamanos profundamente
en la raíz de las uñas?); y un socorrista. Domina todas las artes y
profesiones, es especialista en física, en química, es jurista –o no
sobrevive–. Es telefonista de guardia y recepcionista, telefonea a cada
momento, buscando fontaneros, carpinteros, albañiles, electricistas, y luego
les abre la puerta de entrada, o la de servicio, acompañándoles con servilismo;
pues de ellos depende, aunque nada impida la necesidad de una oficina completa,
que igualmente se va degradando. Y entonces es necesario afilar hojas de
cuchillo, comprar accesorios, engrasar, reordenar, deshumidificar;
inmediatamente se avería el secador, y después el aire acondicionado, los radiadores.
Sin
embargo, nada sobrepasa la tortura de los libros que se mueven misteriosa y
autónomamente, desordenándose a propósito atrayendo el polvo en sus lomos y su
grosor magnético. El polvo penetra por el borde superior de las hojas,
pequeñísimos bichos las comen con un ruido indescriptible; las hojas se pegan,
el cuero se mancha, gotas de agua salidas de jarrones con flores a punto de
morir se escurren sobre las ilustraciones, atraviesan las telas en un furioso
proceso de disolución. El felpudo de la puerta de entrada se deshace y hay un
surco profundo en la madera, las hojas de las escobas de junco se desprenden,
se rompen objetos preciosos, las tablas de las mesas y las de los muebles se
abren en estallidos aterradores, no funciona la cisterna, la chimenea se llena
de hollín –cualquier día arde–, en la cristalería se rompen los vasos de la
bisabuela, revientan las botellas de vino verde al que un casi nada de azúcar
da vida, saltan los corchos, o se pudren, pierde calidad precisamente la
cosecha más apreciada. Cuando por primera vez no se sustituye de inmediato una
bombilla fundida, toda la casa se queda sin luz, lo que inevitablemente sucede
un sábado, al mismo tiempo que revienta un neumático del único coche
disponible.
Por eso,
considero heroico poseer, mantener y renovar una casa. En mi opinión, debería
existir la Orden de Curadores de Casas y todos y cada uno de los años se
adjudicaría la correspondiente mención honorífica y un elevado premio
pecuniario.
Pero
cuando ese esfuerzo de mantenimiento no se hace aparente, cuando el saludable
olor a cera de una casa, por otro lado bien ventilada, se mezcla con el perfume
de las flores del jardín, cuando en ella nosotros –visitantes
irresponsablemente poco atentos a los instantes de felicidad– nos sentimos
felices, olvidando nuestras angustias de nómadas bárbaros, entonces la única
medalla posible es la gratitud, el silencioso aplauso; un momento de pausa,
observando a nuestro alrededor, sumergiéndonos en la atmósfera dorada de un
interior de otoño, al final del día.
Oporto, marzo de 1994.
¿Dónde puedo ver algunos proyectos de este arquitecto?
https://www.archdaily.co/co/623022/52-obras-de-alvaro-siza-en-el-dia-de-su-cumpleanos
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